El Obsequio del Conejo, una historia de amor
Cuenta la leyenda que hace muchos años atrás los dioses visitaron nuestro planeta para revisar lo que ellos habían creado, y cada animalito del bosque se fue preparando para hacerles una ofrenda; fue así como el tigre les obsequio un pedazo de carne, el oso un gran panal de abejas, la vaca un balde de fresca leche, etc. Estos dioses apreciaron mucho los regalos que cada animal les ofrecieron. Llegando la noche, estando muy cansados de tantos reconocimientos y distinciones, llegaron a la madriguera del conejo y grande fue la sorpresa al observar a este animal, yacía cómodo, acostado y sereno sin ningún regalo para los dioses, no había nada a la vista pare rendirles honores a ellos.
Los dioses visiblemente molestos le reclamaron: “Conejo, acaso no tienes nada para nosotros?”, y sonriendo plácidamente el conejo, en respuesta, les pidió que se sentaran alrededor y que descansaran, pues les tenía preparado una agradable sorpresa. Una vez que los dioses se sentaron, el conejo empezó su discurso: “Es todo un honor para mí tenerlos aquí, ¡Oh dioses!, busque en todo el bosque algo que fuese digno para ustedes, pero lo que pude hallar lo vi todo insignificante para hacer honor a su divinidad y se me ocurrió que a estas horas de la noche ya debían estar hambrientos. Les voy a entregar lo más valioso de mi, mi único regalo, en verdadero reconocimiento a la belleza de su creación” Y de un salto se metió en la cálida hoguera para servirles de alimento. Los dioses no lo podían creer, se quedaron asombrados por su distinguida generosidad y en premio a ello, lo rescataron de entre las llamas y le dijeron: “A partir de hoy, conejo, vivirás en la cara luminosa de la luna para que todos aquellos que la observen en una noche como esta, recuerden que la principal característica del autentico amor es la entrega total”.
Desde que leas este pequeño cuento, al observar detenidamente la luna llena, podrás identificar a un conejo en posición de salto y servirá para recordarnos siempre que el amor debe ser incondicional.
Lamentablemente nuestro egoísmo nos lleva a racionalizar el amor. Si tú me das, yo te doy; si tu eres atento, yo lo seré contigo también, si llenas ciertas condiciones, yo te amare; si tu eres generoso, yo lo seré contigo; si tú me cuidas, yo te cuido… y así vamos poniendo reglas a lo que nuestro corazón debe sentir por otra persona.
La expresión más excelsa del amor incondicional es la de una buena madre, ella que sin importar las características de su hijo, lo sigue amando a pesar de sus errores, de sus caídas, de sus derrotas y de la distancia. Aunque el hijo se encuentre recluido en una cárcel, la madre siempre será la primera y constante visita que alegre los días mientras es privado de su libertad. Aprendamos de las buenas madres para manifestar ese amor incondicional en nuestra relación de pareja, dejemos de condicionar nuestra entrega y nuestra felicidad. Recordemos que el amor existe solo cuando lo valoramos en su sencilla pero especial existencia. Miremos a la luna para encontrar a aquel conejo que ofreció, sin miedo alguno, su propia vida para expresar lo que sentía.